Estabas ahí, mirabas, escrutabas, olías, y dabas vueltas alrededor con la botella de agua en la mano. Paladeabas el sabor en la boca de la confidencia. En la boca seca del secreto. Caminabas arriba y abajo. Absorbías la referencia en la palabra. La hacías tuya. La sabias Tuya. Levantaste tus ojos, un momento, Azul. Se hizo el silencio.
Amanece y traspasa la línea del horizonte. Conduces y luego andas por las aceras, entre las calles esas que tienen un ligero olor a té verde.
Una madre con «hiyab» te llevará hoy un termo.- Miras las farolas aún iluminadas, adviertes en ellas destellos luminiscentes. Es el rocío, por tanto, sabes que es un efecto óptico, y a pesar de ello, te engañas como tantas veces y agradeces lo que recibes, esas ilusiones que dan sentido a tu quehacer diario. Caminas y la gente pasa a tu lado. Deambulan, igual que tú, aún desvaídos por la madrugada. Piensas que son como tú – todos iguales en un estado de bienestar- No adviertes nada diferente. Sólo cincuenta nacionalidades o más en el mismo patio en la misma escuela.
-Y que poco llevas en ese destino- Detrás La Cañada y la ruta de los transportados del poblado de Valdemingómez. Al atardecer, de vuelta a casa, después de muchas jornadas, miras el telediario, lees en Internet y transitas todas las redes al mismo tiempo en un mismo espacio, el tuyo. Te haces consciente entonces.
Lo intenso y lo profundo amarrados, jardín clandestino de lo oscuro del alma. Aflorar el deseo sería posible si apartaras el agua, el adorno del lecho de flores y mirarás lo intenso, lo vivo dentro de lo negro. No sirve ya engalanar el cielo y pedir a la estrella que brille. Son adornos, no más.
Me gusta cuando nos escapamos como amantes furtivos, y exploramos la ciudad y sus rincones , y nos sentamos en esa terraza del bar de cualquier barrio, entre la gente, casi ocultos, y entonces, nos tomamos de las manos como si fuera la primera vez. Me gusta cuando volvemos a casa, sonreímos, y nos miramos a los ojos, y nos besamos rápido dentro del ascensor para no ser vistos. Tu rostro y mi rostro y la complicidad tambien mañana.
Y recordarme, recordarme como era; ser mi principio, mi fin y saber descifrar la palabra que resuena en mis sienes. Y recordarme, recordarme a mí y como era. Amanecer cada día y mirarme en el espejo, y recordarme. Saber quién soy, y recordarme. Contar mis dedos y las flores de las plantas del jardín. Y recordarme. Saber tu rostro, palpar tus manos y recordarte y recordarme.
Avezada en la palabra que alumbra propósito y hondura, Isabel Montero Garrido ha escrito un libro cuyo título es precisamente » Intervalos», de manera que, cabe preguntar-se, acerca del por qué de esos lapsos de tiempo y/o espacio y a qué nos conmina en tanto la poesía, si en ella, todo tiempo es breve. Detenernos a examinar la intención que la autora ha querido darnos, es saber de ese traslado al que nos va llevando, mediante una muy inteligente y escogida estructura su más que ordenada plática, cuerpo de libro o trasunto, donde cada sección toma las riendas de lo suyo para estivar verdades como puños, núcleo de pensamiento sosegado, madurez verbal para que el verbo que domina, selle su contrapunto, y deslice su entender y cuanto deriva hacia ese otro alcance de madurez en el discurso; escalonando su comprensión, por detalles y sustancias, hiladas que suman partidas y emociones, hasta lograr de ese modo y no de otro, una muy sonora catedral de palabras con la experiencia totalizadora. Libro bien pensado, y sentido, el de Isabel Montero Garrido, porque también, a Intervalos, podremos abrazar ese infinito, ese más allá, que toda buena poesía encierra. Lapso de ilimitado fin su tempo, donde: » las palmas de tus manos dirán «. lo escrito en la piel y en la constancia de los momentos, de los instantes que hacen su todo, su eternidad. Por supuesto que, a medida que avanzamos en la lectura de este poemario, iremos descubriendo su clave primigenia, la anécdota más honda, la enseñanza mejor. No olvidemos que su autora fue maestra por años y de enseñar sabe lo suyo, no olvidemos su raíz fuerte, llevada desde la tierra que le vió nacer, y más aún en la sabia de todo su misterio y de su tradición: » Habrás preparado frascos de esencia para guardarlo todo», nos afirma Isabel, y agrega: » recorrí sin embargo los campos hasta el fondo de la vida» Sabemos, qué es y por dónde, el fondo de la vida, vida en la multiplicidad constante de los acontecimientos y en la acuciante realidad , porque si algo tiene este libro es verdad y realidades. Dice ella a continuación: » yo sigo viva como lo hizo el roble/yo hablo como lo hizo el Término « No estamos aquí, ante un clasicismo decimónonico, no no estamos ante una estética démodé, o ante lo conceptual melifuo, nos encontramos sí, ante una pureza sostenida en el lenguaje y un estallido de vivencias único e irrevocable, ese que no puede ser más de hoy, que no puede ser más contemporáneo y sin embargo continúa en su tránsito, en su camino, en sus intervalos, donde lo intemporal sumada la voz de la poesía, es nuestra propia voz. Dos versos llaman poderosamente mi atención casi al final del libro: «Y seremos vida y principio. Principio de la certidumbre» Quien habla de certezas sabe del no sé, de los asideros en los que ha tenido que sujetarse, de los obstáculos que ha debido franquear. Finalizo con un verso conmovido y conmovedor: » Y siempre la mancha de saliva del lobo» Sin intervalos, las páginas de este libro ahora en mis manos, es desde ya, certeza de lo infinito de la poesía y de la espléndida continuidad del tiempo humano.
Razón de más es hoy decir que la memoria es una capacidad de los Hombres que la verdad se sabe si uno se pregunta que lo que sucedió entonces puede suceder ahora y que la historia existe y se repite si los astros se alinean de manera incorrecta. Y que hay gente corriente y la inocencia está y no se merece efectos colaterales. Y que la gente es gente y que la gente importa .
¡Y se sabe, y se sabe quién recogerá el báculo sino impera la cordura! Razón de más es hoy decir: ¡parad! solo la paz importa.