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Identidad (microrelato)

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Esa tarde supe que para papá sus hijos éramos un mero anexo de polígono.

Mamá se había convertido en un bloque de hormigón armado relleno de arenisca que se había ido disolviendo poco a poco por la acción del viento del Norte y el temporal.

Su cuerpo inerte sobre la cama  no daba ya señales de vida. Cubrí su rostro con el embozo blanco. Interrogué los ojos de papá. Nada.

–          La revolución empieza en ti mismo- pensé.

Y salí de la habitación del hospital dejándolo todo dentro.

 

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OTOÑO EN UNA CIUDAD MOJADA

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Madrid. Distrito Goya. Calle Alcalá 96. Dieciocho grados y lluvia intermitente. Cabeza de línea E2 E3. Autobuses hacia barrios periféricos. Frente a la casa del libro cada vez se hace más larga la fila de personas que aguardan a los dos vehículos exprés casi sin paradas en su recorrido. Veinte minutos de trayecto gran parte en autovía, ramal lanzadera y estas en el barrio de destino. Veinte minutos de trayecto y veinte de espera en  la parada a la intemperie de este Madrid en octubre del año dos mil trece.

Una mujer de edad entrada se acerca y se dirige gruesa y sudorosa a una madre y a una hija. Y se saludan. No se conocen pero se suenan. La madre comenta que no importa.

–          Se ven tantas caras- añade.

La mujer mayor viene de trabajar de una casa, quizá haya más mujeres en la fila de esa edad entrada que vengan de barrer, fregar, quitar el polvo y planchar las camisas de algún “señor”. La mujer de edad mantiene con su pensión a su hija, a su nieto y a su yerno.

–          Que no encuentran trabajo, sabe usted. Hoy los ricos viven.

Y tiene miedo de que la descubran porque ella es pensionista.

–          Pero a ver  mire usted que si no, no comemos. ¿Cómo vamos a vivir cuatro personas con seiscientos euros?

Su hija también limpia  casas y escaleras y portales aunque casi no encuentra y su yerno tiene depresión porque no le sale nada desde hace cuatro años que le cerraron la fábrica. Y ya no cobra paro. Y ya no hay chapuzas. Y todo está como el campo yermo ni siquiera hay barbecho.

La mujer madre de la fila asiente y dice que ella sabe por vecinas y que todo el mundo está igual. Señala a su hija universitaria que hoy está de huelga por “La escuela pública”. Dice que en la clase de su hija de la universidad de Complutense, facultad de biología solo hay matriculadas cuarenta personas. Eso en su clase. La hija comenta que muchos estudiantes han dejado sus estudios porque no pueden pagar las tasas.

La mujer mayor que no sabe de tasas dice que sí que está todo fatal y que ahora no estudian los hijos de obreros.

–          Todos pobres, mire usted. La educación como antes, solo los ricos. Ahí no importa que no sirvan para estudiar.

Una mujer bien arreglada, con pelo al uno y entrecano dice:

–           Perdonen que me meta, yo soy maestra jubilada.

Y se gira al corrillo para hablar mejor. Al moverse ve en la esquina a una mujer joven de ojos claros vestida de negro. Lleva un pañuelo en la cabeza, también todo negro.  Pide limosna junto al escaparate de La Casa del Libro. Detrás de sus ojos toda una vida. La profesora no lo duda. Es una ex alumna suya del último programa en el que trabajó cuando se dedicaba a dar clase a alumnos en desventaja social.  Esta segura. Otros tiempos pensó.

–          Perdonen- dice a las mujeres de la fila y se acerca a la mujer que mendiga

La mira de frente.

–          ¿Kaoutar Ben Amar?

–          Si responde la chica.

–          Ana Mari López tu maestra.

Y se abrazan juntando sus cabezas. Detrás de sus ojos dos vidas.

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Una vecindad muy tranquila

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A las tres de la tarde era un cadáver sobre las baldosas blancas y negras de la cocina. No había sangre. Solamente un cuerpo largo y enjuto, prematuramente envejecido.

 

.-Un paro cardíaco dictaminó el médico. Una muerte natural.

 

Los ojos abiertos de par en par enmarcados en unas órbitas cetrinas parecían escrutarlo todo, hacer preguntas después de muerto. Además daban un aspecto fantasmal, como de otro mundo a una cara blanca y hundida en las mejillas. No se notaban ya las marcas de la heroína y nadie hubiera podido decir que tenía Sida, ni menos que llevaba más de una docena de años con la Metadona. Y que  a los cincuenta tenía ya más de mil inviernos vividos.

 

Su tía Elvira, una mujer de avanzada edad, se lo encontró así en el suelo cuando llego del  pueblo con su pequeña maleta a dar vuelta por Antonio, algo que hacía una vez al mes para cumplir la voluntad de su hermana que murió cuando el niño tenía algo menos de ocho años dejándolo tan solo  al amparo de ella y de un padre pueril y “tontuso”.

 

Mientras vivió el padre del chico Elvira permaneció algo apartada a causa de la nueva mujer de su cuñado, pero al morir este y estar su sobrino atrapado en el submundo de la droga pasó a atenderlo personalmente. Ahora desde el proceso de rehabilitación del muchacho venía mensualmente y pasaba una temporada haciéndole compañía, cocinándole y limpiándolo todo para la temporada en la que Tony se quedaba solo.

 

A las tres de la tarde Elvira entró en la casa y vio a Tony muerto. A las tres de la tarde comenzó a gritar desesperadamente. A las tres de la tarde o quizá algún minuto después acudieron un sinfín de vecinas.

 

–          Tenía que pasar, tenía que pasar, tenía que pasar – se murmuraba- algo tenía que pasar, ¡pobre!

 

Unos días antes, tal vez más de tres semanas Tony pagaba una caja de fresones en el Super de la calle de abajo. La sostenía con dificultad tan flaco, todo flaco con uno de los brazos. Con la otra mano hurgaba en el bolsillo del chándal y pagaba a la cajera con un billete de veinte

 

La gente de la fila hablaba entre ellos.

 

–          Que si sabes que pasó anoche, que si fue la poli a su casa, que si dicen que los llamó él, que si dice que el vecino de arriba le hace agujeros en el techo para espiarlo, para mirarlo, para saber lo que hace e incluso para llevárselo.

 

Un hombre cano con bastón decía que unas vecinas lo habían visto, que se habían encontrado con los guardias en el portal  y que habían subido por la escalera porque  les dijeron que no pasaba nada. Y que una de ellas se quedó en el primero y la otra subió al segundo y que los guardias también. Y que se encontró que allí estaba Tony esperando en el rellano porque “de seguro” era el mismo que había llamado a la policía. Y que la mujer preguntaba a los guardias que qué pasaba porque esa vecindad era muy tranquila y que Tony era un buen muchacho. Y que la policía le dijo:

 

–          Nada, nada señora métase en su casa.

 

Y que ella, así lo hizo.

 

 

 

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Inocentes

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Solo la distancia revela el secreto

de lo que parecía estar oculto.

Carmen Martín Gaite

“El cuarto de atrás”

 

 

 

Pienso despacio a trompicones como corre la cortina blanca de la cocina cuando se engancha a la puerta y la historia suena recurrente, toc, toc, toc, en mi cabeza.

 

Duele.

 

Basado en hechos reales que han sido camuflados con traje de camaleón para preservar las identidades.

 

Duele. Toc, toc,  suena de nuevo; imposible olvidarlo y sentía que ya lo había visto todo, andado todo, entre paredes de escuelas.

 

“el niño, el menor de los dos quiso a cascar el huevo para echarlo a la sartén. Se había encaramado a una banqueta renegrida y asomaba su naricilla por encima.

 

el otro, el mayorcito tiró de él para apartarlo. Las tareas peligrosas junto al fuego de butano se las tenía reservadas para él.

 

el pequeño entonces rozó el mango de la sartén con su manita y se rocío el aceite hirviendo sobre la tripita hinchada y desnuda.

 

el otro el mayorcito, apagó el gas y puso derecha la sartén en el suelo, buscó una camiseta blanca con algún que otro agujero de desgastada y se la puso a su hermano para taparle las carnes heridas.

 

no se comieron el huevo de la comida, entraron en el cuarto de mamá que dormitaba ebria sobre un colchón y la taparon con un trapo viejo para que no se enfriara.

 

se agarraron de la mano como hacían todos los días y se plantaron en la puerta del colegio para esperar que sonara la sirena de las tres de la tarde.

 

todo fue aquel día, el día que no era de los Santos Inocentes”.

 

Duele.

 

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Proceso de camino

 

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Sin duda, las piernas no le sostenían. Eso sí, caminaba. Caminaba como un autómata, como un condenado que conoce su destino camina hacia el patíbulo. Con los oídos presos de estímulos incoherentes, de sonidos seguramente en off y ajenos a las voluntades racionales.

Caminaba con los ojos casi ciegos derivado de un continuo permanecer nublado, en el intento de volcar las lágrimas hacia dentro como un río estéril que nunca desemboca en el mar. Y andaba así, con las fuerzas tentándole las sienes simulando de continuo una máscara en la cara. Con una sonrisa pálida e indefinida pegada al rostro con pegamento Loctite.

Caminaba a sabiendas de todo esto.

Y fue así caminando que un día vislumbró su locura y la asimiló como elemento intrínseco a su propia naturaleza humana. Supo por tanto vivir de acuerdo a su no ser.

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Viaje sin luna

 

 

   En el envés de aquella tarde y como era habitual en esa línea, el metro avanzaba lentamente y traqueteante, con un vaivén sonoro perceptible a cualquier oído, de un lado a otro, a veces hacia adelante otras hacia atrás. Un frenazo repentino hacía que toda la masa corpórea alojada en el vagón fuera trasladada hacia el mismo lado, todos al unísono, como si de una única pieza se tratara, obedeciendo  a una  misma orden, entonando  el mismo compás.

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Cuento de Navidad

Un viejo cuento de Navidad rescatado de mi tambien viejo baul. Un cuento siempre actual y más en los tiempos que corren. Un homenaje a todos los «Fran» del mundo que no viven su sueño en Navidad. Para los que nunca es Navidad. Os deseo lo mejor para el Nuevo Año.

 

 

 

Fran estaba harto, harto de esperar a que viniera su madre. Se había quedado en casa de su abuela mientras ella el Día de Nochebuena salía “un rato”.

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Presupuesto

Estuvo mirándolos largo rato.

–   Tal vez el color violeta es un poco chillón- pensó-.

Alo mejor no me van tan bien como me había parecido en un principio. No sé. De
todas formas tampoco están mal. Un poco caros.

De  un tiempo a esta parte casi todo le parecía caro. Antes no lo pensaba. Pero ahora, ahora
sí. Tenía ganas de comprarse cosas. Estaba cansada de escatimar y escatimar y
que ello no sirviera para nada. Su vida lenta, gris, sin cambios. Siempre
igual. El piso alquilado; el trabajo precario que casi no alcanzaba. Deseaba
cambiar. Por eso lanzó una mirada de incursión hacia el escaparate. Lanzó la
ojeada de un soldado que sale de entre la maleza, rápida, firme, escrutándolo
todo, analizando el terreno a una velocidad vertiginosa para atravesar el llano
sin ser visto, sin ser interceptado por el enemigo.

–  Sí desde luego. son esos- reflexionó- justo los que me
van. Los que necesito.

Y se miró. Repasó el abrigo que llevaba
puesto. El mismo que había descolgado del perchero del hall al tiempo que abrió
la puerta para salir de casa; el abrigo; su abrigo. El único abrigo que tenía.

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