Hace aire. Un aire que corta; un aire que
se mete, que se reparte y anida en la terraza, formando remolinos pequeños, en
los que la pelusa da vueltas, se disuelve entremezclada con alguna colilla, con
algún pétalo ya marchito de las flores que adornan las barandillas. Es otoño y
hace frío. Es otoño, un otoño temprano
que le nubla la vista, que adormece sus ojos cansados. Los ojos de Flora.
Y a Flora se le cansan los ojos de mirar y la pelusa del aire se le mete en ellos. El frío la
envuelve y se ajusta la bata entre sus
brazos; debajo de ellos, pegada a su cuerpo cansado, flácido y engordado,
envejecido, magullado por el pisar fuerte de la vida. Pero resiste en la
terraza. Un rato resiste. Hace dos días que sus persianas están bajadas. Y el
polvo se acumula, se acumula y se levanta con el aire; se une al remolino de la
calle y asciende, sube y se precipita en la terraza. Y Flora huele en él,
presiente y nota que algo pasa en casa de la María
porque no la ve. No la ve a ella. La María no sale a la
terraza.
–
Me pongo la bata guateada, la de flores, esa que me
regaló mi chico. Mi muchacho, me la compró, con su primer sueldo. Un muchacho
valiente el mío. Mi Jose. Pepe le llaman ahora sus amigos. Don Jose en el
despacho. Abogado, mi Jose. El no quiere que me la ponga. Qué está ya vieja,
que tengo otra mejor. Pero lo hago. Con su primer sueldo me la compró. Una bata
para que no pasara frío en la casa. La casa. Una casa pequeña pero ahora con la
calefacción. Ya no necesito la bata. También mi Jose me la puso cuando metieron
el gas en el barrio. Yo no quería, que conste, pero así es mi hijo, mi Jose. Y
que quiere que me vaya. Que allí en el chalet hay sitio de sobra. No me deja mi
chico. Pero yo no quiero; esta es mi casa, mi vida. Y por eso me pongo la bata
para salir a mi terraza y ver a la María. –La María no, mama, María- me dice. Sin el “la”, mama. ¡No se ha hecho fino ni nada mi Jose con los estudios! Pero yo a la María
prefiero llamarla así. Son muchos años para cambiar. Desde mi terraza se ve la
suya. Justo en el bloque de enfrente. Hace un aire que me corta la cara, pero
me meto la bata, salgo y estoy un rato. Espero que salga y me diga:
–
¡Flora, anda vente pacá
que nos tomamos un café!
–
La María– piensa- lo recuerdo como si fuera ahora. Ni cinco minutos hacía que yo había llegado a la casita. La del
barrio pobre que decían. La casita baja. Ni cinco minutos que había llegado con
mi chico pequeño. Tres años tenía entonces. Se nos dieron malas en el pueblo.
Una madre soltera que era yo. No eran las cosas como ahora. Y nos vinimos aquí,
a la capital. A la casita que me pasó mi prima. Unos pocos dineros le di yo.
Que de gratis nada. Unas poquitas pesetas de entonces que me dio mi padre. Que
no quería que yo pasara penas, decía el pobre.
–
¡Eh!- me gritó-¿Vas por agua?
– Así es la
María. Lo dice todo sin tapujos. La María
en la casita de enfrente. Siempre enfrente y a mi lado. Y yo al suyo. Ella me
buscó lo de las casas primero. Luego lo de las oficinas de madrugada. Y por
último lo de la contrata. Estuvimos años con la contrata. De ahí nos quedó la
paga, pequeña pero segura. Aunque dice mi hijo que con él no me hace falta. Mi
Jose. A la María sí, que sus hijos no le pasan. No porque
no quieran. Porque no pueden. Ya lo dice ella: ¡Bastante tienen! Fue entonces,
cuando la contrata, que vino la María con lo de los
pisos.
–
Mira Flora- me dijo- yo ya estoy cansada de salir de
casa y el barro hasta las rodillas. De llevar los zapatos en la bolsa y de
ponérmelos al llegar al Centro. ¡Qué se nos nota María! Que se nos nota por el
barro que somos del “Barrio Pobre”. Que no quiero yo que se les note a los
hijos. Y estoy harta de cargar con el agua, de los generadores de la luz y de
enjalbegar la casita. Nos vamos a apuntar.
¿Si no nos toca a nosotras lo de renta
baja, dime tú a mí a quién?
–
Y a mí me daba miedo. Un miedo agudo. El miedo
constante de los pobres. Pero ella era fuerte. Y yo estaba con ella. Había que
hacerlo, marcharse a un piso. A un barrio con las calles asfaltadas, con luz en
la calle y en la casa, con agua corriente. Hablaban de demoler las casitas,
aunque el barrio crecía. Lo hacía cada noche. Una más; en una noche una más; un
nuevo hogar; un hogar para la miseria. Una miseria honesta y trabajada.
–
Vamos Flora- me dijo- vamos que nos rellene el cura los
papeles. Por los chicos. Y lo hicimos. A María entonces aun le vivía su hombre;
débil, diminuto-“algo escuchimizao”-
decía ella-. En su cara se veían las marcas del vino. ¡Vaya si se veían! María
quítate de ese hombre mujer, solía decirle; que no hace más que darte
sinsabores. La de veces que se lo decía. Y ella que no.
–
Que no Flora- me decía- que no. Tú no lo entiendes.
Bien sabes que le daba cuatro patadas, ¡y a la calle! Pero están mis hijos.
¡Qué no les hago eso yo a ellos! Eso clarito, Flora, que no quiero que vean a
su padre tirado como un pordiosero.
–
Y dale que te dale la María con eso del pordiosero y yo, no sé que era
mejor.
–
Y se esfuerza Flora, se esfuerza- me contaba en un
aparte del corro de las vecinas. A ellas les decía que Don Aurelio, el médico
de la iguala, andaba a vueltas con eso de la tensión de su hombre. Y todas
hacían que se lo creían. Yo también, delante de ellas. Pero a mí, a solas, no
podía engañarme. Sí, trabajaba; trabajaba a veces en lo que podía. Trabajaba,
se lo jugaba y se lo bebía. Y la dejaba colgada con los críos. Ella venía y
lloraba en mi cocina.
–
No vuelvo a abrir la puerta a ese fulano– comentaba entonces.
–
Fulano lo llamaba, en ese momento. En
ese instante en el que ella había llegado al fondo de sus reservas; cuando
había caído en el abismo oscuro de la desesperación, en la desdicha insalvable.
A mi se me enrojecían los ojos. Y ella me miraba con su cara mojada y se
restregaba con el mandil a cuadros. El mismo con el que sonaba los mocos a los
críos. Le vivían tres: dos chicas y un varón. El pequeño de la edad de mi Jose.
La última, la que nació muerta fue niña. Tres días estuvo coronando la
pobrecilla. Asfixiada. Y nada de hospital, que su hombre no quería. Que sus
hijos nacían en casa. Pero él, su hombre, por ahí. Que arrastras lo traje, que
no se tenía en pié. Eso sí, lloraba como un crío. Nunca he visto llorar así a
un hombre, En realidad ni mucho ni poco: no he visto a ninguno.
–
-Déjalo Flora, que llore- me decía ella- que se
desahogue. ¿No ves que lo pasa mal?
–
Así era La María. Dos
guantazos le había dado yo y a la puta calle y que Dios me perdone. Pero no,
ahí estaba él tirado en la cama con la cabeza entre sus pechos. ¡A la puta
calle! Sí, eso hubiera hecho yo. Al tiempo él se murió. No llegó a ver el piso.
Pasa algo raro. Lo se. Me asomo y no la veo. Tiene las persianas bajas. Hace
frío. Mejor entro y luego vuelvo a salir. ¡Qué raro la María!
Sí, más tarde vuelvo a salir. Anda que no lo hemos pasado bien La María y yo. De todo ha
habido. Penas y risas. Sobre todo después de venir al piso. Los domingos nos
dejábamos a los chicos en el matinal del barrio. Y nos íbamos de paseo, a tomar
el vermú. Y un vermú nos tomábamos.¡ Madre mía,
con lo cabezón que era! Y sin parar de reírnos. Y luego a buscar a los chicos
sin que se nos notara. Por las tardes a veces íbamos al Centro. No todas, sólo
cuando hacían la excursión de la parroquia. Allí mandábamos a los niños, nos
quedábamos solas y al minuto La Maria por la
ventana:
–
Flora, que ya estoy.
–
Y al Centro, a una sala de baile. ¡Lo bien que lo
pasábamos! Ya digo, no todo eran penas, vaya que no. Me parece oír el timbre. La Maria
seguro que no. Ella siempre me llama por la terraza. Es mi Jose. Seguro.
Siempre pendiente de mí. Tengo las piernas pesadas. Cada día me cuesta más. ¡Ay
Dios mío! Así, se lo digo. Le digo que no veo a La María. Es mi chico. Y me besa en la frente. No se que dice de La
María. Que no lo recuerdo. Que se me olvidan las cosas.
Si sabré yo. Hijo,- le digo. ¿Qué tiene que ver eso con La María? Y me pongo la bata,
la floreada y quiero salir de nuevo a la terraza. Pero él no me deja. Mi Jose no quiere y me lleva hacia el
sofá, ¡no corras le digo! ¿No ves que a tu madre le pesan las piernas? Dice que La María no
está, que se ha muerto. Hace un año, me dice. Y recuerdo y no recuerdo, cedo y
no cedo, me resigno, suspiro, cojo la labor y la dejo. Me pongo los brazos
sobre el regazo y pienso. Callo y pienso. Cuando mi Jose se vaya saldré de
nuevo a la terraza.
Hace frío. U naire que corta, que se mete, que anida en la terraza.
Vecinas es un relato muy querido. Con el me presente por primera vez, hace unos cuantos años, a un Certamen Literario en la modalidad de relato. Era un premio especial en el que la temática era personas que hacen algo por los barrios. Y por los barrios hacen sus gentes. Las gentes sencillas que los habitan. Gané este premio especial.
Isabel me ha encantado, un premio muy merecido!
Vecinas es muy especial. A mí tambien me encanta. Gracias por tu comentario.
Me ha emocionado, es un relato precioso, es la vida misma de muchísimas personas.