relatos guiomar52

sombras

th (5)

 

Esta criatura vive más asustada que yo. Vive llamando, rozando, arañando mi puerta. Y no es para menos. Aquí en el rellano de la escalera estamos solos.  Arriba la viejita  que no sale porque está en silla de ruedas. Y el piso de en frente está vacío desde que se marcharon los últimos inquilinos. Debajo no vive nadie. Y en el primero un hombre raro que se dedica a meter y sacar cartones. No sé para qué. Otro caso sería si fuera material para coser trajes anti radiactivos. Nos serviría al menos para protegernos. Aunque no sé, llevamos mucho tiempo expuestos. Y pienso que esta manera de subsistir sin agua y que no tengamos sed sea una consecuencia de ello, que estemos ya infectados. Vivimos asustados, protegiéndonos como ratas, corriendo de un lado para otro, de agujero en agujero, atrincherándonos entre la porquería y el cemento armado.. Intimida tanta oscuridad y la ausencia de ruido.

El ascensor del bloque esta estropeado desde  el año 2014 y hay que subir y bajar por la escalera  negra y desconchada. Fue  el mismo día de la invasión que se quedó parado entre el tercero y el cuarto. Entonces no lo pensé, pero tal vez fuera una premonición de los acontecimientos sucesivos.

Recuerdo que era un 24 de junio con calima de verano. Habíamos bajado a las hogueras como siempre por la noche de San Juan toda la gente del barrio. Habíamos cantado, saltado y brincado a través del fuego bajo. Algunos, casi al terminar, pisaron las ascuas y todos invocamos al solsticio, y tiramos el lado oscuro para que se quemara. Fue una noche diferente, porque lejos de hacer calor, a pesar de la temperatura alta propia de aquel verano y el fuego que  también nos abrigaba, un frío indeterminado se metía por entre los dedos de los pies y hacía que se quedaran duras  las sandalias, que ya por aquel entonces eran de plástico especial, porque la piel era solamente para unos pocos.

¡Ay esa criatura tiene más miedo que yo! Normal, su casa no tiene puerta y anda solitaria arriba y abajo, asomando la nariz en cuanto me oye salir y ve que me tiro a la calle a buscar algo que llevarme a la boca. Ya casi no queda nada. Han pasado dos años de aquel atropello, de aquel desenlace nuclear que vino de Marte. Dos años desde que fuimos tomados. Y ya hemos rascuñado todo, las tiendas de la ciudad entera, las casas, los bares solitarios… así, día tras día en busca de cualquier conserva. Y cada vez va quedando menos. Casi nada.

Y sí, puedo decirlo, pienso que tiene más miedo que yo, que  está amedrentada Y, aún y todo, pega el hocico a mis piernas y mueve el rabo. Y hasta lame mis pies descalzos. Porque estamos solos, sí, solos, esta perrilla de raza imprecisa, la mujer del cuarto  en silla de ruedas, el hombre de los cartones y yo Mariana que a mi edad he de buscarme la vida de esta manera.

Sí estamos solos y no me extraña que esta perra tonta tenga miedo, no me extraña que esté asustada.

No queda nadie vivo salvo nosotros en esta ciudad.

 

 

La frase en cursiva, inicio de mi relato pertenece al libro «Criatura»  de Carol Emshwiller

 

 

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desandares

 

 

la foto (26) Yo soy Casandra.

 Y esta es mi ciudad bajo las cenizas

«Monólogo para Casandra» Wislatwa Szymborska

Desandares

Transitamos un tiempo por la Calle Mayor. El sol inconsciente trituraba nuestras cabezas. Dos. Y al menos a mí me golpeaba las sienes.

Caminamos  sin rumbo no sé cuánto tiempo sobre los adoquines grises, uno al lado del otro, como dos titiriteros sobre unos zancos.

Puede ser que pensáramos los dos  que al llegar al horizonte se encontrara el mar esperándonos. O que solo lo pensara yo.

Y puede ser que quisiéramos que  allí junto a ese mar pudiésemos coger dos barcos a distintos destinos y con eso olvidar lo que había pasado.

Sin embargo era ilusorio porque el mar ya no se encontraba allí, había desaparecido o quizá no estuvo nunca.

Un mirador desvencijado e incluso improcedente ofrecía vistas gratuitas a la carretera de circunvalación. Cuatro carriles. Cuatro. Imposible tomar rumbo.

Y volvimos sobre nuestros pasos cansados, derrotado uno y rendido el otro.

Conscientes de ese andar absurdo y convencidos de que el sol seguiría devanando nuestros sesos desde allá arriba, licuando el calor en hielo para digerirlo más fácilmente. Seguros al fin de que después del desengaño el viaje continuaría a ninguna parte.