
Una vez escuchó unos ojos verdemares. El sentido estalló inherente a la mirada; inhaló la frescura y se metió dentro de las aguas, sin respirar.
Las algas, le rodearon las piernas y le besaron, suaves. Le rozaron el vientre y le acariciaron la espalda desnuda. El deseo recorrió su columna y se dejó llevar.
Las estrellas ajustaron su color al tono de los ojos en los que buceaba. Se movía en esos ojos arriba y abajo, revolcándose en la arena verde del fondo del océano. Las Partículas de Plancton alimentaban su hambre; las ansias prodigiosas alimentaban su sed en las fuentes que manaban de los geiseres marinos. Y todo era bueno. Olor a menta en coctel de mojito.
En los ojos verdemar, océano de las aguas cálidas, vivía Tritón con un tridente. Cuando el verde se volvía oscuro y la noche anunciaba que no existía final del túnel comenzaba su performance. El mismo dios del mar se hacía en ese instante una caracola gigante con numerosos recovecos que silbaban fuerte. Así hacía subir las olas, desplazaba a las algas y las estrellas del cielo verde de las aguas y agitaba el mar. Las olas entonces enloquecían hasta hacer desbordar las lágrimas de todos los tiempos. En aquel momento la piel se le erizaba y todo el ajuar verdoso le hacía daño, le producía dolor por todas las partes de su cuerpo. Solía acabar dentro de la caverna escuchando el ruido terrible de Tritón. Lo atormentaba. La voz de aquel caracol se había convertido en la bestia más salvaje.
Creía que era el ser más desgraciado que nadaba en los ojos verdemares y dudó; y supo que quizá el comienzo, había sido un espejismo de desierto y el verde era rojo o azul más amarillo.
Fue en ese mismo momento que se dio cuenta que podía salir cuando quisiera y correr sobre las aguas.
Y así lo hizo.